La terra de todos / Соблазнительница. Книга для чтения на испанском языке
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CAP'ITULO I
Como todas las ma~nanas, el marqu'es de Torrebianca sali'o tarde de su dormitorio, mostrando cierta inquietud ante la bandeja de plata con cartas y peri'odicos que el ayuda de c'amara hab'ia dejado sobre la mesa de su biblioteca.
Cuando los sellos de los sobres eran extranjeros, parec'ia contento, como si acabase de librarse de un peligro. Si las cartas eran de Par'is, frunc'ia el ce~no, prepar'andose 'a una lectura abundante en sinsabores y humillaciones. Adem'as, el membrete impreso en muchas de ellas le anunciaba de antemano la personalidad de tenaces acreedores, haci'endole adivinar su contenido.
Su esposa, llamada «la bella Elena», por una hermosura indiscutible, que sus amigas empezaban 'a considerar hist'orica 'a causa de su exagerada duraci'on, recib'ia con m'as serenidad estas cartas, como si toda su existencia la hubiese pasado entre deudas y reclamaciones. 'El ten'ia una concepci'on m'as anticuada del honor, creyendo que es preferible no contraer deudas, y cuando se contraen, hay que pagarlas.
Esta ma~nana las cartas de Par'is no eran muchas: una del establecimiento que hab'ia vendido en diez plazos el 'ultimo autom'ovil de la marquesa, y s'olo llevaba cobrados dos de ellos; varias de otros proveedores – tambi'en de la marquesa – establecidos en cercan'ias de la plaza Vend^ome, y de comerciantes m'as modestos que facilitaban 'a cr'edito los art'iculos necesarios para la manutenci'on y amplio bienestar del matrimonio y su servidumbre.
Los criados de la casa tambi'en pod'ian escribir formulando id'enticas reclamaciones; pero confiaban en el talento mundano de la se~nora, que le permitir'ia alguna vez salir definitivamente de apuros, y se limitaban 'a manifestar su disgusto mostr'andose m'as fr'ios y estirados en el cumplimiento de sus funciones.
Muchas veces, Torrebianca, despu'es de la lectura de este correo, miraba en torno de 'el con asombro. Su esposa daba fiestas y asist'ia 'a todas las m'as famosas de Par'is; ocupaban en la avenida Henri Martin el segundo piso de una casa elegante; frente 'a su puerta esperaba un hermoso autom'ovil; ten'ian cinco criados… No llegaba 'a explicarse en virtud de qu'e leyes misteriosas y equilibrios inconcebibles pod'ian mantener 'el y su mujer este lujo, contrayendo todos los d'ias nuevas deudas y necesitando cada vez m'as dinero para el sostenimiento de su costosa existencia. El dinero que 'el lograba aportar desaparec'ia como un arroyo en un arenal. Pero
Acogi'o Torrebianca alegremente el encuentro de un sobre con sello de Italia entre las cartas de los acreedores y las invitaciones para fiestas.
– Es de mam'a – dijo en voz baja.
Y empez'o 'a leerla, al mismo que una sonrisa parec'ia aclarar su rostro. Sin embargo, la carta era melanc'olica, terminando con quejas dulces y resignadas, verdaderas quejas de madre.
Mientras iba leyendo, vi'o con su imaginaci'on el antiguo palacio de los Torrebianca, all'a en Toscana, un edificio enorme y ruinoso circundado de jardines. Los salones, con pavimento de m'armol multicolor y techos mitol'ogicos pintados al fresco, ten'ian las paredes desnudas, marc'andose en su polvorienta palidez la huella de los cuadros c'elebres que las adornaban en otra 'epoca, hasta que fueron vendidos 'a los anticuarios de Florencia.
El padre de Torrebianca, no encontrando ya lienzos ni estatuas como sus antecesores, tuvo que hacer moneda con el archivo de la casa, ofreciendo aut'ografos de Maquiavelo, de Miguel Angel y otros florentinos que se hab'ian carteado con los grandes personajes de su familia.
Fuera del palacio, unos jardines de tres siglos se extend'ian al pie de amplias escalinatas de m'armol con las balaustradas rotas bajo la pesadez de tortuosos rosales. Los pelda~nos, de color de hueso, estaban desunidos por la expansi'on de las plantas par'asitas. En las avenidas, el boj secular, recortado en forma de anchas murallas y profundos arcos de triunfo, era semejante 'a las ruinas de una metr'opoli ennegrecida por el incendio. Como estos jardines llevaban muchos a~nos sin cultivo, iban tomando un aspecto de selva florida. Resonaban bajo el paso de los raros visitantes con ecos melanc'olicos que hac'ian volar 'a los p'ajaros lo mismo que flechas, esparciendo enjambres de insectos bajo el ramaje y carreras de reptiles entre los troncos.
La madre del marqu'es, vestida como una campesina, y sin otro acompa~namiento que el de una muchacha del pa'is, pasaba su existencia en estos salones y jardines, recordando al hijo ausente y discurriendo nuevos medios de proporcionarle dinero.
Sus 'unicos visitantes eran los anticuarios, 'a los que iba vendiendo los 'ultimos restos de un esplendor saqueado por sus antecesores. Siempre necesitaba enviar algunos miles de liras al 'ultimo Torrebianca, que, seg'un ella cre'ia, estaba desempe~nando un papel social digno de su apellido en Londres, en Par'is, en todas las grandes ciudades de la tierra. Y convencida de que la fortuna que favoreci'o 'a los primeros Torrebianca acabar'ia por acordarse de su hijo, se alimentaba parcamente, comiendo en una mesita de pino blanco, sobre el pavimento de m'armol de aquellos salones donde nada quedaba que arrebatar.
Conmovido por la lectura de la carta, el marqu'es murmur'o varias veces la misma palabra: «Mam'a… mam'a.»
«Despu'es de mi 'ultimo env'io de dinero, ya no s'e qu'e hacer. !Si vieses, Federico, qu'e aspecto tiene ahora la casa en que naciste! No quieren darme por ella ni la vig'esima parte de su valor; pero mientras se presenta un extranjero que desee realmente adquirirla, estoy dispuesta 'a vender los pavimentos y los techos, que es lo 'unico que vale algo, para que no sufras apuros y nadie ponga en duda el honor de tu nombre. Vivo con muy poco y estoy dispuesta 'a imponerme todav'ia mayores privaciones; pero ?no podr'eis t'u y Elena limitar vuestros gastos, sin perder el rango que ella merece por ser esposa tuya? Tu mujer, que es tan rica, ?no puede ayudarte en el sostenimiento de tu casa?…»
El marqu'es ces'o de leer. Le hac'ia da~no, como un remordimiento, la simplicidad con que la pobre se~nora formulaba sus quejas y el enga~no en que viv'ia. !Creer rica 'a Elena! !Imaginarse que 'el pod'ia imponer 'a su esposa una vida ordenada y econ'omica, como lo hab'ia intentado repetidas veces al principio de su existencia matrimonial!…
La entrada de Elena en la biblioteca cort'o sus reflexiones. Eran m'as de las once, y ella iba 'a dar su paseo diario por la avenida del Bosque de Bolonia para saludar 'a las personas conocidas y verse saludada por ellas.
Se present'o vestida con una elegancia indiscreta y demasiado ostentosa, que parec'ia armonizarse con su g'enero de hermosura. Era alta y se manten'ia esbelta gracias 'a una continua batalla con el engrasamiento de la madurez y 'a los frecuentes ayunos. Se hallaba entre los treinta y los cuarenta a~nos; pero los medios de conservaci'on que proporciona la vida moderna le daban esa tercera juventud que prolonga el esplendor de las mujeres en las grandes ciudades.
Torrebianca s'olo la encontraba defectos cuando viv'ia lejos de ella. Al volverla 'a ver, un sentimiento de admiraci'on le dominaba inmediatamente, haci'endole aceptar todo lo que ella exigiese.
Salud'o Elena con una sonrisa, y 'el sonri'o igualmente. Luego puso ella los brazos en sus hombros y le bes'o, habl'andole con un ceceo de ni~na, que era para su marido el anuncio de alguna nueva petici'on. Pero este fraseo pueril no hab'ia perdido el poder de conmoverle profundamente, anulando su voluntad.
– !Buenos d'ias, mi coc'o!… Me he levantado m'as tarde que otras ma~nanas; debo hacer algunas visitas antes de ir al Bosque. Pero no he querido marcharme sin saludar 'a mi maridito adorado… Otro beso, y me voy.