La terra de todos / Соблазнительница. Книга для чтения на испанском языке
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– Es asunto de algunos a~nos, 'o tal vez de algunos meses – a~nadi'o. – Todo consiste en que el r'io se muestre amable, prest'andose 'a que le crucen el pecho con un dique, y no se permita una crecida extraordinaria, una convulsi'on de las que son frecuentes all'a y destruyen en unas horas todo el trabajo de varios a~nos, obligando 'a empezarlo otra vez. Mientras tanto, mi asociado y yo hacemos con gran econom'ia los canales secundarios y las dem'as arterias que han de fecundar nuestras tierras est'eriles; y el d'ia en que el dique est'e terminado y las aguas lleguen 'a nuestras tierras…
Se detuvo Robledo, sonriendo con modestia.
– Entonces – continu'o – ser'e un millonario 'a la americana ?Qui'en sabe hasta d'onde puede llegar mi fortuna?… Una legua de tierra regada vale millones… y yo tengo varias leguas.
La bella Elena le o'ia con gran inter'es; pero Robledo, sinti'endose inquieto por la expresi'on moment'aneamente admirativa de sus ojos de pupilas verdes con reflejos de oro, se apresur'o 'a a~nadir:
– !Esta fortuna puede retrasarse tambi'en tantos a~nos!… Es posible que s'olo llegue 'a m'i cuando me vea pr'oximo 'a la muerte, y sean los hijos de una hermana que tengo en Espa~na los que gocen el producto de lo mucho que he trabajado y rabiado all'a.
Le hizo contar Elena c'omo era su vida en el desierto patag'onico, inmensa llanura barrida en invierno por hu-racanes fr'ios que levantan columnas de polvo, y sin m'as habitantes naturales que las bandas de avestruces y el puma vagabundo, que, cuando siente hambre, osa atacar al hombre solitario.
Al principio la poblaci'on humana hab'ia estado representada por las bandas de indios que vivaqueaban en las orillas de los r'ios y por fugitivos de Chile 'o la Argentina, lanzados 'a trav'es de las tierras salvajes para huir de los delitos que dejaban 'a sus espaldas. Ahora, los antiguos fortines, guarnecidos por los destacamentos que el gobierno hab'ia hecho avanzar desde Buenos Aires para que tomasen posesi'on del desierto, se convert'ian en pueblos, separados unos de otros por centenares de kil'ometros.
Entre dos poblaciones de estas, considerablemente alejadas, era donde viv'ia Robledo, transformando su campamento de trabajadores en un pueblo que tal vez antes de medio siglo llegase 'a ser una ciudad de cierta importancia. En Am'erica no eran raros prodigios de esta clase.
Le escuchaba Elena con deleite, lo mismo que cuando, en el teatro 'o en el cinemat'ografo, sent'ia despertada su curiosidad por una f'abula interesante.
– Eso es vivir – dec'ia. – Eso es llevar una existencia digna de un hombre.
Y sus ojos dorados se apartaban de Robledo para mirar con cierta conmiseraci'on 'a su esposo, como si viese en 'el una imagen de todas las flojedades de la vida muelle y extremadamente civilizada, que aborrec'ia en aquellos momentos.
– Adem'as, as'i es como se gana una gran fortuna. Yo s'olo creo que son hombres los que alcanzan victorias en las guerras 'o los capitanes del dinero que conquistan millones… Aunque mujer, me gustar'ia vivir esa existencia en'ergica y abundante en peligros.
Robledo, para evitar 'a su amigo las recriminaciones de un entusiasmo expresado por ella con cierta agresividad, habl'o de las miserias que se sufren lejos de las tierras civilizadas. Entonces la marquesa pareci'o sentir menos admiraci'on por la vida de aventuras, confesando al fin que prefer'ia su existencia en Par'is.
– Pero me hubiera gastado – a~nadi'o con voz melanc'olica – que el hombre que fuese mi esposo viviera as'i, conquistando una riqueza enorme. Vendr'ia 'a verme todos los a~nos, yo pensar'ia en 'el 'a todas horas, 'e ir'ia tambi'en alguna vez 'a compartir durante unos meses su vida salvaje. En fin, ser'ia una existencia m'as interesante que la que llevamos en Par'is;
y al final de ella, la riqueza, una verdadera riqueza, inmensa, novelesca, como rara vez se ve en el viejo mundo.
Se detuvo un instante, para a~nadir con gravedad, mirando 'a Robledo:
– Usted parece que da poca importancia 'a la riqueza, y si la busca es por satisfacer su deseo de acci'on, por dar empleo 'a sus energ'ias. Pero no sabe lo que es ni lo que representa. Un hombre de su temple tiene pocas necesidades. Para conocer lo que vale el dinero y lo que puede dar de s'i, se necesita vivir al lado de una mujer.
Volvi'o 'a mirar 'a Torrebianca, y termin'o diciendo:
– Por desgracia, los que llevan con ellos 'a una mujer carecen casi siempre de esa fuerza que ayuda 'a realizar sus grandes empresas 'a los hombres solitarios.
Despu'es de este almuerzo, durante el cual s'olo se habl'o del poder del dinero y de aventuras en el Nuevo Mundo, el colonizador frecuent'o la casa, como si perteneciese 'a la familia de sus due~nos.
– Le has sido muy simp'atico 'a Elena – dec'ia Torrebianca. – !Pero muy simp'atico!
Y se mostraba satisfecho, como si esto equivaliese 'a un triunfo, no ocultando el disgusto que le habr'ia producido verse obligado 'a escoger entre su esposa y su compa~nero de juventud, en el caso de mutua antipat'ia.
Por su parte, Robledo se mostraba indeciso y como desorientado al pensar en Elena. Cuando estaba en su presencia, le era imposible resistirse al poder de seducci'on que parec'ia emanar de su persona. Ella le trataba con la confianza del parentesco, como si fuese un hermano de su marido. Quer'ia ser su iniciadora y maestra en la vida de Par'is, d'andole consejos para que no abusasen de su credulidad de reci'en llegado. Le acompa~naba para que conociese los lugares m'as elegantes, 'a la hora del t'e 'o por la noche, despu'es de la comida.
La expresi'on maligna y pueril 'a un mismo tiempo de sus ojos imperturbables y el ceceo infantil con que pronunciaba 'a veces sus palabras hac'ian gran efecto en el colonizador.
– Es una ni~na – se dijo muchas veces – ; su marido no se equivoca. Tiene todas las malicias de las mu~necas creadas por la vida moderna, y debe resultar terriblemente cara… Pero debajo de eso, que no es mas que una costra exterior, tal vez existe solamente una mentalidad algo simple.
Cuando no la ve'ia y estaba lejos de la influencia de sus ojos, se mostraba menos optimista, sonriendo con una admiraci'on ir'onica de la credulidad de su amigo. ?Qui'en era verdaderamente esta mujer, y d'onde hab'ia ido Torrebianca 'a encontrarla?…