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La terra de todos / Соблазнительница. Книга для чтения на испанском языке
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Varias parejas empezaron 'a girar en el centro del sal'on, y cuando iba aumentando su n'umero y no quedaba quien se acordase de la condesa, 'esta mir'o 'a un lado y 'a otro con asombro y se puso en pie:

– Ya que me piden versos con tanta insistencia, acceder'e al deseo general. Voy 'a decir un peque~no poema.

Tales palabras esparcieron la consternaci'on. El pianista, por no haberlas o'ido, continu'o tocando; pero tuvo que detenerse, pues el se~nor humilde y an'onimo que iba de un lado 'a otro como un dom'estico se acerc'o 'a 'el, tom'andole las manos. Al cesar la m'usica, las parejas quedaron inm'oviles; y, finalmente, con una expresi'on aburrida, volvieron 'a sus asientos. La condesa empez'o 'a recitar. Algunos invitados la o'ian con tina atenci'on dolorosa 'o una inmovilidad est'upida, pensando indudablemente en cosas remotas. Otros parpadeaban, haciendo esfuerzos para repeler el sue~no que corr'ia hacia ellos montado en el sonsonete de las rimas.

Dos se~noras ya entradas en a~nos y de aspecto maligno fing'ian gran inter'es por conocer los versos, y hasta se llevaban de vez en cuando una mano 'a la oreja para oir mejor. Pero al mismo tiempo las dos segu'ian conversando detr'as de sus abanicos. En ciertos momentos dejaban 'estos sobre sus rodillas para aplaudir y gritar:

«!Bravo!»; pero volv'ian 'a recobrarlos y los desplegaban, riendo de la due~na de la casa bajo el amparo de su tela.

Robledo estaba detr'as de ellas, apoyado en el quicio de una puerta y medio oculto por el cortinaje. Como la condesa declamaba con vehemencia, las dos se~noras se ve'ian obligadas 'a elevar un poco el tono de su voz, y el ingeniero, que era de o'ido sutil, pudo enterarse de lo que dec'ian.

– Ser'ia preferible – murmuraba una de ellas – que en vez de regalarnos con versos, preparase un buffet mejor para sus invitados.

La otra protest'o. En casa de la Titonius, la mesa era m'as peligrosa cuanto m'as abundante. Se necesitaba un valor heroico para aceptar la invitaci'on 'a sus comidas, que ella misma preparaba.

– A los postres hay que pedir por tel'efono un m'edico, y alguna vez ser'a preciso avisar 'a la Agencia de pompas f'unebres.

Entre risas sofocadas, recordaban la historia de la due~na de la casa. Hab'ia sido rica en otros tiempos; unos dec'ian que por sus padres; otros, que por sus amantes.

Para llegar 'a condesa se hab'ia casado con el conde Titonius, personaje arruinado 'e insignificante, que consider'o preferible esta humillaci'on 'a pegarse un tiro. Ocupaba en la casa una situaci'on inferior 'a la de los dom'esticos. Cuando la condesa ten'ia excitados los nervios por la infidelidad de alguno de sus j'ovenes admiradores arrojaba escaleras abajo las camisas y calzoncillos del conde, orden'andole como una reina ofendida que desapareciese para siempre. Pero pasada una semana, al organizar la poetisa una nueva fiesta, reaparec'ia el desterrado, siempre humilde y melanc'olico, encogi'endose como si temiese ocupar demasiado espacio en los salones de su mujer.

– Yo no s'e – continu'o una de las murmuradoras – para qu'e da estas fiestas estando arruinada. F'ijese en la mesa que nos ofrecer'a luego. Los grandes pasteles y las frutas ricas que adornan el centro son alquiladas por una noche, lo mismo que sus dom'esticos. Todos lo saben, y nadie se atreve 'a tocar esas cosas apetecibles por miedo 'a su enfado. La gente se limita al t'e y las galletas, fingi'endose desganada.

Cesaron en sus murmuraciones para aplaudir 'a la poetisa, y 'esta, enardecida por el 'exito, empez'o 'a declamar nuevos versos.

Como 'a Robledo no le interesaba la maligna conversaci'on de las dos se~noras, y menos a'un el talento po'etico de la due~na de la casa, aprovech'o un momento en que 'esta le volv'ia la espalda para saludar 'a sus admiradores, y pas'o al gabinete donde hab'ia estado antes.

El mismo se~nor humilde y obsequioso con el que se hab'ia tropezado repetidas veces estaba ahora medio tendido en un div'an y fumando, como un trabajador que al fin puede descansar unos minutos. Se entreten'ia en seguir con los ojos las espirales del humo de su cigarrillo; pero al ver que un invitado acababa de sentarse cerca de 'el, crey'o necesario sonreirle, preguntando 'a continuaci'on:

– ?Se aburre usted mucho?…

El espa~nol le mir'o fijamente antes de responder:

– ?Y usted?…

Contest'o con un movimiento de cabeza afirmativo, y Robledo hizo un gesto de invitaci'on que pretend'ia decirle: «?Quiere usted que nos vayamos?…» Pero los ojos melanc'olicos del desconocido parecieron contestar: «Si yo pudiese marcharme… !qu'e felicidad!»

– ?Es usted de la casa? – pregunt'o al fin Robledo.

Y el otro, abriendo los brazos con una expresi'on de desaliento, dijo:

– Soy su due~no; soy el marido de la condesa Titonius.

Despu'es de tal revelaci'on, crey'o oportuno Robledo abandonar su asiento, guard'andose el cigarro que iba 'a encender.

Al volver 'a los salones vi'o que todos aplaud'ian ruidosamente 'a la poetisa, convencidos de que por el momento hab'ia renunciado 'a decir m'as versos. Estrechaba efusivamente las manos tendidas hacia ella, y luego se limpiaba el sudor de su frente, diciendo con voz l'anguida:

– Voy 'a morir. La emoci'on… la fiebre del arte… Me han matado ustedes al obligarme con sus ruegos insistentes 'a recitar mis versos.

Mir'o 'a un lado y 'a otro como si buscase 'a Robledo, y al descubrirle, fu'e hacia 'el.

– D'eme su brazo, h'eroe, y pasemos al buffet.

La mayor parte del p'ublico no pudo ocultar su regocijo al ver que se abr'ia la puerta de la habitaci'on donde estaba instalada la mesa. Muchos corrieron, atropellando 'a los dem'as, para entrar los primeros. La Titonius, apoyada en un brazo del ingeniero, le miraba de muy cerca con ojos de pasi'on.

– ?Se ha fijado en mi poema La aurora sonrosada del amor!… ?Adivina usted en qui'en pensaba yo al recitar estos versos?

'El volvi'o el rostro para evitar sus miradas ardientes, y al mismo tiempo porque tem'ia dar libre curso 'a la risa que le cosquilleaba el pecho.

– No he adivinado nada, condesa. Los que vivimos all'a en el desierto, !nos criamos tan brutos!

Agolp'aronse los invitados en torno 'a la mesa, admirando los grandes platos que ocupaban su centro, como algo imposible de conquistar. Eran magn'ificos pasteles y pir'amides de frutas enormes, que se destacaban majestuosos sobre otras cosas de menos importancia.

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