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La terra de todos / Соблазнительница. Книга для чтения на испанском языке
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El colonizador ley'o por dos veces el final del art'iculo:

«La muerte de esta hombre deja visible el enga~no en que viv'ian los que le confiaron su dinero. Sus empresas mineras 'e industriales en Asia y en 'Africa son casi ilusorias. Est'an todav'ia en los comienzos de un posible desarrollo, y sin embargo, 'el las present'o al p'ublico como negocios en plena prosperidad. Era un hombre que, seg'un afirman algunos, tuvo m'as de iluso que de criminal; pero esto no impide que haya arruinado 'a muchas gentes. Adem'as, parece que invirti'o una parte considerable del dinero de sus accionistas en gastos particulares. Su tremenda responsabilidad alcanzar'a indudablemente 'a los que han colaborado con 'el en la direcci'on de estas empresas enga~nosas.»

«A 'ultima hora se habla de la probable prisi'on de algunos personajes conocidos que trabajaron 'a las 'ordenes del banquero.»

Ces'o de pensar en el suicida para ocuparse 'unicamente de su amigo.

«!Pobre Federico! ?Qu'e va 'a ser de 'el?…» Y tom'o inmediatamente un autom'ovil para que le llevase 'a la avenida Henri Martin.

El ayuda de c'amara de Torrebianca le recibi'o con un rostro de f'unebre tristeza, como si hubiese muerto alguien en la casa. El marqu'es hab'ia salido 'a mediod'ia, as'i que supo por tel'efono la noticia del suicidio, y a'un estaba ausente.

– La se~nora marquesa – continu'o el criado – est'a enferma, y no quiere recibir 'a nadie.

Robledo, escuch'andole, pudo darse cuenta del efecto que hab'ia producido en aquella casa la muerte del banquero. La disciplina glacial y solemne de estos servidores ya no exist'ia. Mostraban el aspecto azorado de una tripulaci'on que presiente la llegada de la tormenta capaz de tragarse su buque. Robledo oy'o pasos discretos detr'as de los cortinajes, con acompa~namiento de susurros, y vi'o c'omo se levantaban aqu'ellos levemente, dejando asomar ojos curiosos.

Sin duda, en las inmediaciones de la cocina se hab'ia hablado mucho de la posibilidad de ciertas visitas, y cada vez que llegaba alguien 'a la casa tem'ian todos que fuese la polic'ia. El ch'ofer preguntaba con sorda c'olera 'a sus compa~neros:

– Se mat'o el capit'an, y este barco se va 'a pique. ?Qui'en nos pagar'a ahora lo que nos deben?…

Regres'o el ingeniero al centro de la ciudad para comer en un restor'an, y tres veces llam'o por tel'efono 'a la casa de Torrebianca. Cerca ya de media noche le contestaron que el se~nor acababa de entrar, y Robledo se apresur'o 'a volver 'a la avenida Henri Martin.

Encontr'o 'a Federico en su biblioteca considerablemente avejentado, como si las 'ultimas horas hubiesen valido para 'el a~nos enteros. Al ver entrar 'a Robledo lo abraz'o, buscando instintivamente un apoyo para sostener su cuerpo desalentado.

Le parec'ia asombroso que pudieran soportarse tantas emociones en tan poco tiempo. Por la ma~nana hab'ia sentido la misma impresi'on de felicidad y confianza que Robledo ante la hermosura del d'ia. !Daba gusto vivir!… Y de pronto el llamamiento por tel'efono, la terrible noticia, la marcha apresurada al domicilio de Fontenoy, el cad'aver del banquero tendido en la cama y arrebatado despu'es por los que intervienen en esta clase de muertes para hacer su autopsia.

A'un le hab'ia causado una impresi'on m'as dolorosa ver el aspecto de las oficinas de Fontenoy. El juez estaba en ellas como 'unico amo, examinando papeles, colocando sellos, procediendo 'a un registro sin piedad, apreci'andolo todo con ojos fr'ios, recelosos 'e implacables. El secretario del banquero, que hab'ia llamado 'a Torrebianca por tel'efono, hac'ia esfuerzos para ocultar su turbaci'on, y acogi'o la presencia de 'este con gestos pesimistas.

– Creo que vamos 'a salir mal de esta aventura. El patr'on deb'ia habernos prevenido…

Pas'o Torrebianca el resto del d'ia buscando 'a otras personas de las que hab'ian colaborado con Fontenoy, cobrando grandes sueldos por figurar como aut'omatas en los Consejos de Administraci'on de sus empresas. Todos se mostraban igualmente pesimistas, con un miedo feroz capaz de toda clase de mentiras y vilezas contra los otros para conseguir la propia salvaci'on.

Se quejaban de Fontenoy, al que hab'ian alabado hasta pocas horas antes para que les proporcionase nuevos sueldos. Algunos le llamaban ya «bandido». Los hubo que, necesitando atacar 'a alguien para justificarse, insinuaron sus primeras protestas contra Torrebianca.

– Usted ha dicho en sus informes que los negocios eran magn'ificos. Debe haber visto con sus propios ojos lo que existe en aquellas tierras lejanas, pues de otro modo no se comprende c'omo puso su firma en unos documentos t'ecnicos que sirvieron para infundirnos confianza en los negocios de ese hombre.

Y Torrebianca empez'o 'a darse cuenta de que todos necesitaban una v'ictima escogida entre los vivos, para que cargase con las tremendas responsabilidades evitadas por el banquero al refugiarse entre los muertos.

– Tengo miedo, Manuel – dijo 'a su camarada. – Yo mismo no comprendo ahora c'omo firm'e esos papeles, sin darme cuenta de su importancia… ?Qui'en pudo aconsejarme una fe tan ciega en los negocios de Fontenoy?

Robledo sonri'o tristemente. Pod'ia darle el nombre de la persona que le hab'ia aconsejado; pero consider'o inoportuno aumentar con tal revelaci'on el desaliento de su amigo.

A'un en medio de sus preocupaciones, Torrebianca pensaba en su mujer.

– !Pobre Elena! He hablado con ella hace un momento… Cre'i que iba 'a sufrir un accidente al contarle yo c'omo hab'ia visto el cad'aver de Fontenoy. Este suceso ha perturbado de tal modo su sistema nervioso, que temo por su salud.

Pero Robledo sinti'o tal impaciencia ante sus lamentaciones, que dijo brutalmente:

– Piensa en tu situaci'on y no te ocupes de tu mujer. Lo que te amenaza es m'as grave que un ataque de nervios.

Los dos hombres, despu'es de hablar largamente de esta cat'astrofe, acabaron por sentir cierto optimismo, como todos los que se familiarizan con la desgracia. !Qui'en pod'ia conocer la verdad exacta mientras los asuntos del banquero no fuesen puestos en claro por el juez!… Fontenoy era m'as iluso que criminal; esto lo reconoc'ian hasta sus mayores enemigos. Muchos de los negocios ideados por 'el acabar'ian siendo excelentes. Su defecto hab'ia consistido en pretender hacerlos marchar demasiado aprisa, enga~nando al p'ublico sobre su verdadera situaci'on. Tal vez unos administradores prudentes sabr'ian hacerlos productivos, reconociendo los informes de Fontenoy como exactos y declarando que Torrebianca no hab'ia cometido ning'un delito al aprobarlos.

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