La terra de todos / Соблазнительница. Книга для чтения на испанском языке
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– ?Rusa?… ?Cree usted verdaderamente que es rusa?… Eso lo cuenta ella, as'i como las otras f'abulas de su primer marido, Gran Mariscal de la corte, y de toda su noble parentela. Son muchos los que creen que no ha habido jam'as tal marido. Yo no me atrevo 'a decir si es verdad 'o mentira; pero puedo afirmar que en casa de esta gran dama rusa nunca he visto 'a ning'un personaje de dicho pa'is.
Hizo una pausa como para tomar fuerzas, y a~nadi'o con energ'ia:
– A m'i me han dicho gentes de all'a, indudablemente bien enteradas, que no es rusa. Eso nadie lo cree. Unos la tienen por rumana y hasta afirman haberla visto de joven en Bucarest;
otros aseguran que naci'o en Italia, de padres polacos. !Vaya usted 'a saber!… !Si tuvi'esemos que averiguar el nacimiento y la historia de todas las personas que conocemos en Par'is y nos invitan 'a comer!…
Mir'o de soslayo 'a Robledo para apreciar su grado de curiosidad y la confianza que pod'ia tener en su discreci'on.
– El marqu'es es una excelente persona. Usted debe conocerlo bien. Fontenoy hace justicia 'a sus m'eritos y le ha dado un empleo importante para…
Presinti'o Robledo que iba 'a oir algo que le ser'ia imposible aceptar en silencio, y como en aquel instante pasaba vac'io un autom'ovil de alquiler, se apresur'o 'a llamar 'a su conductor. Luego pretext'o una ocupaci'on urgente, recordada de pronto, para despedirse del maligno par'asito.
Siempre que hablaba 'a solas con Torrebianca, 'este hac'ia desviar la conversaci'on hacia el asunto principal de sus preocupaciones: el mucho dinero que se necesita para sostener un buen rango social.
– T'u no sabes lo que cuesta una mujer: los vestidos, las joyas; adem'as, el invierno en la Costa Azul, el verano en las playas c'elebres, el oto~no en los balnearios de moda…
Robledo acog'ia tales lamentaciones con una conmiseraci'on ir'onica que acababa por irritar 'a su amigo.
– Como t'u no conoces lo que es el amor – dijo Torrebianca una tarde – , puedes prescindir de la mujer y permitirte esa serenidad burlona.
El espa~nol palideci'o, perdiendo inmediatamente su sonrisa.
Pero como si Robledo tuviera empe~no en evitar que le tomasen por un personaje rom'antico, se apresur'o 'a decir esc'epticamente:
– Yo busco 'a la mujer cuando me hace falta, y luego contin'uo solo mi camino. ?Para qu'e complicar mi existencia con una compa~n'ia que no necesito?…
Una noche, al salir los tres de un teatro, Elena mostr'o deseos de conocer cierto restor'an de Montmartre abierto recientemente. Para sus amigos era un lugar m'agico, 'a causa de su decoraci'on persa – estilo Mil y una noches vistas desde Montmartre – y de su iluminaci'on de tubos de mercurio, que daba un tono verdoso 'a los salones, lo mismo que si estuviesen en el fondo del mar, y una lividez de ahogados 'a sus parroquianos.
Dos orquestas se reemplazaban incesantemente en la tarea de poblar el aire de disparates r'itmicos. Los violines colaboraban con desafinados instrumentos de metal, uni'endose 'a esta cencerrada bailable un claxon de autom'ovil y varios artefactos musicales de reciente invenci'on, que imitaban dos tablones que chocan, un fardo arrastrado por el suelo, una piedra sillar que cae…
En un gran 'ovalo abierto entre las mesas se renovaban incesantemente las parejas de danzarines. Los vestidos y sombreros de las mujeres – espumas de diversos colores en las que flotaban briznas de plata y oro – , as'i como las masas blancas y negras del indumento masculino, se esparc'ian en torno 'a las manchas cuadradas de los manteles.
Con la m'usica estridente de las orquestas ven'ia 'a juntarse un estr'epito de feria. Los que no estaban ocupados en bailar lanzaban por el aire serpentinas y bolas de algod'on, 'o insist'ian con un deleite infantil en hacer sonar peque~nas gaitas y otros instrumentos pueriles.
Flotaban en el aire cargado de humo esferas de caucho de distintos colores que los concurrentes hab'ian dejado escapar de sus manos. Los m'as, mientras com'ian y beb'ian, llevaban tocadas sus cabezas con gorros de beb'e, crestas de p'ajaro 'o pelucas de payaso.
Hab'ia en el ambiente una alegr'ia forzada y est'upida, un deseo de retroceder 'a los balbuceos de la infancia, para dar de este modo nuevo incentivo 'a los pecados mon'otonos de la madurez. El aspecto del restor'an pareci'o entusiasmar 'a Elena.
– !Oh, Par'is! !No hay mas que un Par'is! ?Qu'e dice usted de esto, Robledo?
Pero como Robledo era un salvaje, sonri'o con una indiferencia verdaderamente insolente. Comieron sin tener apetito y bebieron el contenido de una botella de champa~na sumergida en un cubo plateado, que parec'ia repetirse en todas las mesas, como si fuese el 'idolo de aquel lugar, en cuyo honor se celebraba la fiesta. Antes de que se vaciase la botella, otra ocupaba instant'aneamente su sitio, cual si acabase de crecer del fondo del cubo.
La marquesa, que miraba 'a todos lados con cierta impaciencia, sonri'o de pronto haciendo se~nas 'a un se~nor que acababa de entrar.
Era Fontenoy, y vino 'a sentarse 'a la mesa de ellos, fingiendo sorpresa por el encuentro.
Robledo se acord'o de haber o'ido hablar 'a Elena repetidas veces del banquero mientras estaban en el teatro, y esto le hizo presumir si se habr'ian visto aquella misma tarde. Hasta se le ocurri'o la sospecha de que este encuentro en Montmartre estaba convenido por los dos.
Mientras tanto, Fontenoy dec'ia 'a Torrebianca, rehuyendo la mirada de la mujer de 'este:
– !Una verdadera casualidad!… Salgo de una comida con hombres de negocios; necesitaba distraerme; vengo aqu'i, como pod'ia haber ido 'a otro sitio, y los encuentro 'a ustedes.
Por un momento crey'o Robledo que los ojos pueden sonreir al ver la expresi'on de jovial malicia que pasaba por las pupilas de Elena.
Cuando la botella de champa~na hubo resucitado en el cubo por tercera vez, la marquesa, que parec'ia envidiar 'a los que daban vueltas en el centro del sal'on, dijo con su voz quejumbrosa de ni~na: