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La terra de todos / Соблазнительница. Книга для чтения на испанском языке
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– !Quiero bailar, y nadie me saca!…

Su marido se levant'o, como si obedeciese una orden, y los dos se alejaron girando entre las otras parejas.

Al volver 'a su asiento, ella protesto con una indignaci'on c'omica:

– !Venir 'a Montmartre para bailar con el marido!…

Puso sus ojos acariciadores en Fontenoy, y a~nadi'o;

– No pienso pedirle que me invite. Usted no sabe bailar ni quiere descender 'a estas cosas fr'ivolas… Adem'as, tal vez teme que sus accionistas le retiren su confianza al verle en estos lugares.

Luego se volvi'o hacia Robledo:

– ?Y usted, baila?…

El ingeniero fingi'o que se escandalizaba. ?D'onde pod'ia haber aprendido los bailes inventados en los 'ultimos a~nos? 'El s'olo conoc'ia la cueca chilena, que danzaban sus peones los d'ias de paga, 'o el peric'on y el gato, bailados por algunos gauchos viejos acompa~n'andose con el retint'in de sus espuelas.

– Tendr'e que aburrirme sin poder bailar… y eso que voy con tres hombres. !Qu'e suerte la m'ia!

Pero alguien intervino como si hubiese escuchado sus quejas. Torrebianca hizo un gesto de contrariedad. Era un joven danzar'in, al que hab'ia visto muchas veces en los restoranes nocturnos. Le inspiraba una franca antipat'ia, por el hecho de que su mujer hablaba de 'el con cierta admiraci'on, lo mismo que todas sus amigas.

Gozaba los honores de la celebridad. Alguien, para marear ir'onicamente la altura de su gloria, lo hab'ia apodado

«el 'aguila del tango». Robledo adivin'o que era un sudamericano por la soltura graciosa de sus movimientos y su atildada exageraci'on en el vestir. Las mujeres admiraban la peque~nez de sus pies montados en altos tacones y el brillo de la abultada masa de sus cabellos, echada atr'as y tan unida como un bloque de laca.

Esta «'aguila» bailarina, que se hac'ia mantener por sus parejas, seg'un murmuraban los envidiosos de su gloria, se vi'o aceptada por la mujer de Torrebianca, y los dos empezaron 'a danzar. El cansancio oblig'o 'a Elena repetidas veces 'a volver 'a la mesa; pero al poco rato ya estaba llamando con sus ojos al bailar'in, que acud'ia oportunamente.

Torrebianca no ocult'o su disgusto al verla con este mozo antip'atico. Fontenoy permanec'ia impasible 'o sonre'ia distra'ida-mente durante los breves momentos que Elena empleaba en descansar.

Volvi'o 'a acordarse Robledo de la expresi'on de lejan'ia que hab'ia observado en todos los que tienen un pagar'e de vencimiento pr'oximo. Pero este recuerdo pas'o r'apidamente por su memoria.

Mir'o con m'as atenci'on al banquero, y se di'o cuenta de que ya no pensaba en cosas invisibles. La insistencia de Elena en bailar con el mismo jovenzuelo hab'ia acabado por imprimir en su rostro un gesto de descontento igual al que mostraba Torrebianca.

Siempre que pasaba ella en brazos de su danzar'in, sonre'ia 'a Fontenoy con cierta malicia, como si gozase viendo su cara de disgusto.

El espa~nol mir'o 'a un lado de la mesa, luego mir'o al lado opuesto, y pens'o:

«Cualquiera dir'ia que estoy entre dos maridos celosos.»

CAP'ITULO III

En uno de los t'es de la marquesa de Torrebianca conoci'o Robledo 'a la condesa Titonius, dama rusa, casada con un noble escandinavo, el cual parec'ia absorbido por su c'onyuge, hasta el punto de que nadie reparase en su persona.

Era una mujer entre los cuarenta a~nos y los cincuenta, que todav'ia guardaba vestigios algo borrosos de una belleza ya remota. Su obesidad desbordante, blanca y fl'acida ten'ia por remate una cabecita de mu~neca sentimental; y como gustaba de escribir versos amorosos, apresur'andose 'a recitarlos en el curso de las conversaciones, sus enemigas la hab'ian apodado

«Cien kilos de poes'ia».

Se presentaba en plena tarde audazmente escotada, para lucir con orgullo sus albas y gelatinosas superfluidades. Usaba joyas gigantescas y b'arbaras, en armon'ia con una peluca rubia 'a la que iba a~nadiendo todos los meses nuevos rizos.

Entre estas alhajas escandalosamente falsas, la 'unica que merec'ia cierto respeto era un collar de perlas, que, al sentarse su due~na, ven'ia 'a descansar sobre el globo de su vientre. Estas perlas irregulares, angulosas y con ra'ices se parec'ian 'a los dientes de animal que emplean algunos pueblos salvajes para fabricarse adornos.

Los maldicientes aseguraban que eran recuerdos de amantes de su juventud, 'a los que la condesa hab'ia arrancado las muelas, no qued'andole otra cosa que sacar de ellos. Su sentimentalismo y la libertad con que hablaba del amor justificaban tales murmuraciones.

Al saber por su amiga Elena que Robledo era un millonario de Am'erica, lo mir'o con apasionado inter'es. Hablaron, con una taza de t'e en la mano, 'o m'as bien dicho, fu'e ella la que habl'o, mientras el ingeniero buscaba mentalmente un pretexto para escapar.

– Usted que ha viajado tanto y es un h'eroe, il'ustreme con su experiencia… ?Qu'e opina usted del amor?

Pero la poetisa, 'a pesar de sus ojeadas tiernas y miopes, vi'o que Robledo hu'ia murmurando excusas, como si le asustase una conversaci'on iniciada con tal pregunta.

Elena le rog'o semanas despu'es que asistiese 'a una fiesta dada por la condesa.

– Son reuniones muy originales. La due~na de la casa invita 'a una bohemia inquietante para que aplauda sus versos, y la mezcla con gentes distinguidas que conoci'o en los salones. Algunos extranjeros van de buena fe, creyendo encontrar autores c'elebres, y s'olo conocen fracasados viejos y 'acidos. Tambi'en protege 'a ciertos j'ovenes que se presentan con solemnidad, convencidos de una gloria que s'olo existe entre sus camaradas 'o en las p'aginas de alguna revistilla que nadie lee… Debe usted ver eso. Dif'icilmente encontrar'a en Par'is una casa semejante. Adem'as, he prometido 'a la pobre condesa que asistir'a usted 'a su fiesta, y me enfadar'e si no me obedece.

Por no disgustarla, se dirigi'o Robledo 'a las diez de la noche 'a la avenida Kleber, donde viv'ia la condesa, despu'es de haber comido con varios compatriotas en un restor'an de los bulevares.

Dos servidores alquilados para la fiesta se ocupaban en recoger los abrigos de los invitados. Apenas entr'o el ingeniero en el recibimiento, se di'o cuenta de la mezcolanza social descrita por Elena. Llegaban parejas de aspecto distinguido, acostumbradas 'a la vida de los salones, vestidas con elegancia, y revueltas con ellas vi'o pasar 'a varios j'ovenes de abundosa cabellera, que llevaban frac lo mismo que los otros invitados, pero se despojaban de palet'os ra'idos 'o con los forros rotos. Sorprendi'o la mirada ir'onica de los dos servidores al colgar algunos de estos gabanes, as'i como ciertos abrigos de pieles con grandes calvas, pertenecientes 'a se~noras que ostentaban extravagantes tocados.

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