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La terra de todos / Соблазнительница. Книга для чтения на испанском языке
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Se dej'o acariciar el marqu'es, sonriendo humildemente, con una expresi'on de gratitud que recordaba la de un perro fiel y bueno. Elena acab'o por separarse de su marido; pero antes de salir de la biblioteca hizo un gesto como si recordase algo de poca importancia, y detuvo su paso para hablar.

– ?Tienes dinero?…

Ces'o de sonreir Torrebianca y pareci'o preguntarle con sus ojos: «?Qu'e cantidad deseas?»

– Poca cosa. Algo as'i como ocho mil francos.

Un modisto de la rue de la Paix empezaba 'a faltarle al respeto por esta deuda, que s'olo databa de tres a~nos, amenaz'andola con una reclamaci'on judicial. Al ver el gesto de asombro con que su marido acog'ia esta demanda, fu'e perdiendo la sonrisa pueril que dilataba su rostro; pero todav'ia insisti'o en emplear su voz de ni~na para gemir con tono dulz'on:

– ?Dices que me amas, Federico, y te niegas 'a darme esa peque~na cantidad?…

El marqu'es indic'o con un adem'an que no ten'ia dinero, mostr'andole despu'es las cartas de los acreedores amontonadas en la bandeja de plata.

Volvi'o 'a sonreir ella; pero ahora su sonrisa fu'e cruel.

– Yo podr'ia mostrarte – dijo – muchos documentos iguales 'a esos… Pero t'u eres hombre, y los hombres deben traer mucho dinero 'a su casa para que no sufra su mujercita. ?C'omo voy 'a pagar mis deudas si t'u no me ayudas?…

Torrebianca la mir'o con una expresi'on de asombro.

– Te he dado tanto dinero… !tanto! Pero todo el que cae en tus manos se desvanece como el humo.

Se indign'o Elena, contestando con voz dura:

– No pretender'as que una se~nora chic y que, seg'un dicen, no es fea, viva de un modo mediocre. Cuando se goza el orgullo de ser el marido de una mujer como yo hay que saber ganar el dinero 'a millones.

Las 'ultimas palabras ofendieron al marqu'es; pero Elena, d'andose cuenta de esto, cambi'o r'apidamente de actitud, aproxim'andose 'a 'el para poner las manos en sus hombros.

– ?Por qu'e no le escribes 'a la vieja?… Tal vez pueda enviarnos ese dinero vendiendo alguna antigualla de tu caser'on paternal.

El tono irrespetuoso de tales palabras acrecent'o el mal humor del marido.

– Esa vieja es mi madre, y debes hablar de ella con el respeto que merece. En cuanto 'a dinero, la pobre se~nora no puede enviar m'as.

Mir'o Elena 'a su esposo con cierto desprecio, diciendo en voz baja, como si se hablase 'a ella misma:

– Esto me ense~nar'a 'a no enamorarme m'as de pobretones… Yo buscar'e ese dinero, ya que eres incapaz de proporcion'armelo.

Pas'o por su rostro una expresi'on tan maligna al hablar as'i, que su marido se levant'o del sill'on frunciendo las cejas.

– Piensa lo que dices… Necesito que me aclares esas palabras.

Pero no pudo seguir hablando. Ella hab'ia transformado completamente la expresi'on de su rostro, y empez'o 'a reir con carcajadas infantiles, al mismo tiempo que chocaba sus manos.

– Ya se ha enfadado mi coc'o. Ya ha cre'ido algo ofensivo para su mujer… !Pero si yo s'olo te quiero 'a ti!

Luego se abraz'o 'a 'el, bes'andole repetidas veces, 'a pesar de la resistencia que pretend'ia oponer 'a sus caricias. Al fin se dej'o dominar por ellas, recobrando su actitud humilde de enamorado.

Elena lo amenazaba graciosamente con un dedo.

– A ver: !sonr'ia usted un poquito, y no sea mala persona!… ?De veras que no puedes darme ese dinero?

Torrebianca hizo un gesto negativo, pero ahora parec'ia avergonzado de su impotencia. – No por ello te querr'e menos – continu'o ella. – Que esperen mis acreedores. Yo procurar'e salir de este apuro como he salido de tantos otros. !Adi'os, Federico!

Y march'o de espaldas hacia la puerta, envi'andole besos hasta que levant'o el cortinaje.

Luego, al otro lado de la colgadura, cuando ya no pod'ia ser vista, su alegr'ia infantil y su sonrisa desaparecieron instant'aneamente. Pas'o por sus pupilas una expresi'on feroz y su boca hizo una mueca de desprecio.

Tambi'en el marido, al quedar solo, perdi'o la ef'imera alegr'ia que le hab'ian proporcionado las caricias de Elena. Mir'o las cartas de los acreedores y la de su madre, volviendo luego 'a ocupar su sill'on para acodarse en la mesa con la frente en una mano. Todas las inquietudes de la vida presente parec'ian haber vuelto 'a caer sobre 'el de golpe, abrum'andolo.

Siempre, en momentos iguales, buscaba Torrebianca los recuerdos de su primera juventud, como si esto pudiera servirle de remedio. La mejor 'epoca de su vida hab'ia sido 'a los veinte a~nos, cuando era estudiante en la Escuela de Ingenieros de Lieja. Deseoso de renovar con el propio trabajo el deca'ido esplendor de su familia, hab'ia querido estudiar una carrera

«moderna» para lanzarse por el mundo y ganar dinero, como lo hab'ian hecho sus remotos antepasados. Los Torrebianca, antes de que los reyes los ennobleciesen d'andoles el t'itulo de marqu'es, hab'ian sido mercaderes de Florencia, lo mismo que los M'edicis, yendo 'a las factor'ias de Oriente 'a conquistar su fortuna. 'El quiso ser ingeniero, como todos los j'ovenes de su generaci'on que deseaban una Italia engrandecida por la industria, as'i como en otros siglos hab'ia sido gloriosa por el arte.

Al recordar su vida de estudiante en Lieja, lo primero que resurg'ia en su memoria era la imagen de Manuel Robledo, camarada de estudios y de alojamiento, un espa~nol de car'acter jovial y energ'ia tranquila para afrontar los problemas de la existencia diaria. Hab'ia sido para 'el durante varios a~nos como un hermano mayor. Tal vez por esto, en los momentos dif'iciles, Torrebianca se acordaba siempre de su amigo.

!Intr'epido y simp'atico Robledo!… Las pasiones amorosas no le hac'ian perder su pl'acida serenidad de hombre equilibrado. Sus dos aficiones predominantes en el per'iodo de la juventud hab'ian sido la buena mesa y la guitarra.

De voluntad f'acil para el enamoramiento, Torrebianca andaba siempre en relaciones con una liejesa, y Robledo, por acompa~narle, se prestaba 'a fingirse enamorado de alguna amiga de la muchacha. En realidad, durante sus partidas de campo con mujeres, el espa~nol se preocupaba m'as de los preparativos culinarios que de satisfacer el sentimentalismo m'as 'o menos fr'agil de la compa~nera que le hab'ia deparado la casualidad.

Torrebianca hab'ia llegado 'a ver 'a trav'es de esta alegr'ia ruidosa y materialista cierto romanticismo que Robledo pretend'ia ocultar como algo vergonzoso. Tal vez hab'ia dejado en su pa'is los recuerdos de un amor desgraciado. Muchas noches, el florentino, tendido en la cama de su alojamiento, escuchaba 'a Robledo, que hac'ia gemir dulcemente su guitarra, entonando entre dientes canciones amorosas del lejano pa'is.

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