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La terra de todos / Соблазнительница. Книга для чтения на испанском языке
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Los dos criados que estaban antes en el recibimiento y un ma^itre d’h^otel con cadena de plata y patillas de diplom'atico viejo parec'ian defender el tesoro del centro de la mesa, dign'andose entregar 'unicamente lo que estaba en los bordes de ella. Serv'ian tazas de t'e, de chocolate, 'o copas de licor; y en cuanto 'a comestibles, s'olo avanzaban los platos de emparedados y galletas.

El viejo de las bufandas, al que llamaba la condesa cher ma^itre, se cans'o sin 'exito dirigiendo peticiones 'a un criado que no quer'ia entenderle. Avanzaba un plato vac'io para obtener un pedazo de pastel 'o una de las frutas, se~nalando ansiosamente el objeto de sus deseos. Pero el dom'estico le miraba con asombro, como si le propusiese algo indecente, acabando por volver la espalda, luego de depositar en su plato una galleta 'o un emparedado.

Robledo qued'o junto 'a la mesa, cerca de aquellas mate-rias preciosas y alquiladas defendidas por la servidumbre. La condesa abandon'o su brazo para contestar 'a los que la felicitaban. Satisfecho de que la poetisa le dejase en paz por unos instantes, fu'e examinando la mesa, con un plato y un cuchillito en las manos. Como el ma^itre d’h^otel y sus ac'olitos estaban ocupados en atender al p'ublico, pudo avanzar entre aquella y la pared, y cort'o tranquilamente un pedazo del pastel m'as majestuoso. A'un tuvo tiempo para tomar igualmente una de las frutas vistosas, parti'endola y mond'andola. Pero cuando iba 'a comerla, la due~na de la casa, libre moment'aneamente de sus admiradores, pudo volver hacia 'el su rostro amoroso, y lo primero que vi'o fu'e el enorme pastel empezado y la fruta despedazada sobre el platillo que el h'eroe ten'ia en una mano.

Su fisonom'ia fu'e reflejando las distintas fases de una gran revoluci'on interior. Primeramente mostr'o asombro, como si presenciase un hecho inaudito que trastornaba todas las reglas consagradas; luego, indignaci'on; y, finalmente, rencor. Al d'ia siguiente tendr'ia que pagar este destrozo est'upido… !Y ella que se imaginaba haber encontrado un alma de h'eroe, digna de la suya!…

Abandon'o 'a Robledo, y fu'e al encuentro del pianista, que rondaba la mesa, pasando de un criado 'a otro para repetir sus peticiones de emparedados y de copas.

– D'eme su brazo… Beethoven.

Al deslizarse entre dos grupos, dijo, mostrando al m'usico:

– Voy 'a escribir cualquier d'ia un libreto de 'opera para 'el, y entonces la gente se ver'a obligada 'a hablar menos de W'agner.

Se lo llev'o al gran sal'on, que estaba ahora desierto, y le hizo sentarse al piano, empezando 'a recitar 'a toda voz, con acompa~namiento de arpegios. Pero las gentes no pod'ian despegarse de la atracci'on de la mesa, y permanecieron sordas 'a los versos de la due~na de la casa, aunque fuesen ahora servidos con m'usica.

Los invitados de m'as distinci'on formaban grupo aparte en la plaza donde estaba instalado el buffet, manteni'endose lejos de las otras gentes reclutadas por la noble poetisa. Robledo vi'o en este grupo 'a los marqueses de Torrebianca, que acababan de llegar con gran retraso, por haber estado en otra fiesta. Elena hablaba con aire distra'ido, pronunciando palabras faltas de ilaci'on, como si su pensamiento estuviese lejos de all'i. Adivinando el ingeniero que la molestaba con su charla, fu'e en busca de Federico, pero 'este tampoco se fij'o en su persona, por hallarse muy interesado en describir 'a un se~nor los importantes negocios que su amigo Fontenoy iba realizando en diversos lugares de la tierra.

Aburrido, y no d'andose cuenta a'un de la causa del abandono en que le dejaba la due~na de la casa, se instal'o en un sill'on, 'e inmediatamente oy'o que hablaban 'a sus espaldas. No eran las dos se~noras de poco antes. Un hombre y una mujer sentados en un div'an murmuraban lo mismo que la otra pareja maldiciente, como si todos en aquella fiesta no pudieran hacer otra cosa apenas formaban grupo aparte.

La mujer nombr'o 'a la esposa de Torrebianca, diciendo luego 'a su acompa~nante:

– F'ijese en sus joyas magn'ificas. Bien se conoce que 'a ella y al marido les ha costado poco trabajo el adquirirlas. Todos saben que las pag'o un banquero.

El hombre se cre'ia mejor enterado.

– A m'i me han dicho que esas joyas son falsas, tan falsas como las de nuestra po'etica condesa. Los Torrebianca se han quedado con el dinero que di'o Fontenoy para las verdaderas; 'o han vendido las verdaderas, sustituy'endolas con falsificaciones.

La mujer acogi'o con un suspiro el nombre de Fontenoy.

– Ese hombre est'a pr'oximo 'a la ruina. Todos lo dicen. Hasta hay quien habla de tribunales y de c'arcel… !Qu'e rusa tan voraz!

Son'o una risa incr'edula del hombre.

– ?Rusa?… Hay quien la conoci'o de ni~na en Viena, cantando sus primeras romanzas en un music-hall. Un se~nor que perteneci'o 'a la diplomacia afirma por su parte que es espa~nola, pero de padre ingl'es… Nadie conoce su verdadera nacionalidad; tal vez ni ella misma.

Robledo abandon'o su asiento,. No era digno de 'el permanecer all'i escuchando silenciosamente tales cosas contra sus amigos. Pero antes de alejarse son'o 'a sus espaldas una doble exclamaci'on de asombro.

– !Ah'i llega Fontenoy – dijo la mujer – , el gran protector de los Torrebianca! !Qu'e extra~no verle en esta casa, que nunca quiere visitar, por miedo 'a que su due~na le pida luego un pr'estamo!… Algo extraordinario debe ocurrir.

El ingeniero reconoci'o 'a Fontenoy en el grupo de gente elegante saludando 'a los Torrebianca. Sonre'ia con amabilidad, y Robledo no pudo notar en su persona nada extraordinario. Hasta hab'ia perdido aquel gesto de preocupaci'on que evocaba la imagen de un pagar'e de pr'oximo vencimiento. Parec'ia m'as seguro y tranquilo que otras veces. Lo 'unico anormal en su exterior era la exagerada amabilidad con que hablaba 'a las gentes.

Observ'andole de lejos, el espa~nol pudo ver c'omo hac'ia una leve se~na con los ojos 'a Elena. Luego, fingiendo indiferencia, se separ'o del grupo para aproximarse lentamente al gabinete solitario donde hab'ian estado al principio Robledo y la condesa.

Tomaba al paso distra'idamente las manos que le tend'ian algunos, deseosos de entablar conversaci'on.

«Encantados de verle…» Y segu'ia adelante.

Al pasar junto 'a Robledo le salud'o con la cabeza, haciendo asomar 'a su rostro la sonrisa de bondad protectora habitual en 'el; pero esta sonrisa se desvaneci'o inmediatamente.

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