La terra de todos / Соблазнительница. Книга для чтения на испанском языке
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– Para marcharnos, necesitamos pagar antes lo que debemos. ?D'onde encontrar dinero?…
Su esposa volvi'o 'a reir, haciendo al mismo tiempo gestos de estra~neza.
– !Pagar!… ?Qui'en piensa en eso? Los acreedores esperar'an. Yo encuentro siempre una palabra oportuna para ellos… Ya les pagaremos desde Am'erica cuando t'u seas rico.
Obsesionado por sus escr'upulos, el marqu'es insisti'o en ellos con una tenacidad caballeresca.
– No saldr'e de aqu'i sin que hayamos pagado 'a lo menos nuestra servidumbre. Adem'as, necesitamos dinero para el viaje.
Hubo un largo silencio; y el marido, que segu'ia pensativo, dijo de pronto, como si hubiese encontrado una soluci'on:
– Por suerte, tenemos tus joyas. Podemos venderlas antes de embarcarnos.
Mir'o Elena ir'onicamente el collar y las sortijas que llevaba en aquel momento.
– No llegar'an 'a dar dos mil francos por 'estas ni por las otras que guardo. Todas falsas, absolutamente falsas.
– Pero ?y las verdaderas? – pregunt'o, asombrado, Torrebianca. – ?Y las que compraste con el dinero que te enviaron muchas veces de tus propiedades en Rusia?
Robledo crey'o oportuno intervenir para que no se prolongase este di'alogo peligroso.
– No quieras saber demasiado, y hablemos del presente… Yo pagar'e 'a tus dom'esticos; yo costear'e el viaje de los dos.
Elena le tom'o ambas manos, murmurando palabras de agradecimiento. Torrebianca, aunque conmovido por esta generosidad, insist'ia en no aceptarla; pero el espa~nol cort'o sus protestas.
– Vine 'a Par'is con dinero para seis meses, y me ir'e 'a las cuatro semanas; eso es todo.
Despu'es a~nadi'o con una desesperaci'on c'omica:
– Me privar'e de conocer unos cuantos restoranes nuevos y de apreciar varias marcas de vinos famosos… Ya ves que el sacrificio nada tiene de extraordinario.
Federico le estrech'o la diestra silenciosamente, al mismo tiempo que Elena le abrazaba y besaba con un impudor entusi'astico. Todas sus palabras eran ahora para un pa'is desconocido, en el que no pensaba horas antes y que admiraba ya como un para'iso.
– !Qu'e ganas tengo de verme en aquella tierra nueva, que, como dice usted, es la tierra de todos!…
Y mientras los esposos hablaban de sus preparativos para emprender al d'ia siguiente un viaje que en realidad, era una fuga, Robledo, puestos sus ojos en ella, se dijo mentalmente:
«!Qu'e disparate acabo de hacer!… !Qu'e terrible regalo voy 'a llevar 'a los que viven all'a lejos, duramente… pero en paz!»
CAP'ITULO V
Unos trabajadores aragoneses que hab'ian emigrado 'a la Argentina, llevando una guitarra como lo m'as precioso de su bagaje para acompa~nar las coplas
Este apodo primaveral se difundi'o inmediatamente por el pa'is, y todos llamaron as'i 'a la hija del due~no de la estancia de Rojas; pero su verdadero nombre era Celinda.
Ten'ia diez y siete a~nos, y aunque su estatura parec'ia inferior 'a la correspondiente 'a su edad, llamaba la atenci'on por sus 'agiles miembros y la energ'ia de sus ademanes.
Muchos hombres del pa'is, que admiraban lo mismo que los orientales la obesidad femenil, considerando una exuberancia de carnes como el acompa~namiento indispensable de toda hermosura, hac'ian gestos de indiferencia al escuchar los elogios que dedicaban algunos 'a la ni~na de Rojas. Admit'ian su rostro gracioso y picaresco, con la nariz algo respingada, la boca de un rojo sangriento, los dientes muy blancos y puntiagudos, y unos ojos enormes, aunque demasiado redondos. Pero aparte de su carita… !nada de mujer! «Es igualmente lisa por delante y por el rev'es – dec'ian. – Parece un muchacho.»
Efectivamente, 'a cierta distancia la tomaban por un hombrecito, pues iba vestida siempre con traje masculino, y montaba caballos bravos 'a estilo varonil. A veces agitaba un lazo sobre su cabeza lo mismo que un pe'on, persiguiendo alguna yegua 'o novillo de la hacienda de su padre, don Carlos Rojas.
'Este, seg'un contaban en el pa'is, pertenec'ia 'a una familia antigua de Buenos Aires. De joven hab'ia llevado una existencia alegre en las principales ciudades de Europa. Luego se cas'o; pero su vida dom'estica en la capital de la Argentina resultaba tan costosa como sus viajes de soltero por el viejo mundo, perdiendo poco 'a poco la fortuna heredada de sus padres en gastos de ostentaci'on y en malos negocios. Su esposa hab'ia muerto cuando 'el empezaba 'a convencerse de su ruina. Era una se~nora enfermiza y melanc'olica, que publicaba versos sentimentales, con un seud'onimo, en los peri'odicos de modas, y dej'o como recuerdo po'etico 'a su hija 'unica el nombre de Celinda.
El se~nor Rojas tuvo que abandonar la estancia heredada de sus padres, cerca de Buenos Aires, cuyo valor ascend'ia 'a varios millones. Pesaban sobre ella tres hipotecas, y cuando los acreedores se repartieron el producto de su venta no qued'o 'a don Carlos otro recurso que alejarse de la parte m'as civilizada de la Argentina, instal'andose en R'io Negro, donde era poseedor de cuatro leguas de tierra compradas en sus tiempos de abundancia, por un capricho, sin saber ciertamente lo que adquir'ia.
Muchos hombres arruinados ven de pronto en la agricultura un medio de rehacer sus negocios, 'a pesar de que ignoran lo m'as elemental para dedicarse al cultivo de la tierra. Este criollo, acostumbrado 'a una vida de continuos derroches en Par'is y en Buenos Aires, crey'o poder realizar el mismo milagro. 'El, que nunca hab'ia querido preocuparse de la administraci'on de una estancia cerca de la capital, con inagotables prados naturales en los que pastaban miles de novillos, tuvo que llevar la vida dura y sobria del jinete r'ustico que se dedica al pastoreo en un pa'is inculto. Lo que sus abuelos hab'ian hecho en los ricos campos inmediatos 'a Buenos Aires, donde el cielo derrama su lluvia oportunamente, tuvo que repetirlo Rojas bajo el cielo de bronce de la Patagonia, que apenas si deja caer algunas gotas en todo el a~no sobre las tierras polvorientas.
El antiguo millonario sobrellevaba con dignidad su desgracia. Era un hombre de cincuenta a~nos, m'as bien bajo que alto, la nariz aguile~na y la barba canosa. En medio de una existencia ruda conservaba su primitiva educaci'on. Sus maneras delataban 'a la persona nacida en un ambiente social muy superior al que ahora le rodeaba. Como dec'ian en el inmediato pueblo de la Presa, era un hombre que, vistiese como vistiese, ten'ia aire de se~nor. Llevaba casi siempre botas altas, gran chambergo y poncho. Pendiente de su diestra se balanceaba el peque~no l'atigo de cuero, llamado rebenque.