La terra de todos / Соблазнительница. Книга для чтения на испанском языке
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Hab'ian empezado 'a caminar, 'e insensiblemente se dirigieron hacia el pueblo. Ricardo marchaba 'a pie, con una mano apoyada en el cuello del caballo y los ojos en alto, para ver 'a Celinda mientras hablaba. Los peones, dando por terminado el trabajo, recog'ian sus herramientas. Como los dos quer'ian evitar un encuentro con los grupos que regresaban al pueblo, siguieron avanzando lejos del r'io, por donde empezaba 'a elevarse el terreno, formando la pendiente de la altiplanicie pampera.
Al subir la hinchaz'on de un contrafuerte de esta muralla que se perd'ia de vista, contemplaron 'a sus pies todo el antiguo campamento convertido en pueblo y la amplitud lacustre formada por el r'io ante el estrecho donde iba 'a construirse el dique.
El campamento era un conglomerado de viviendas levantadas sin orden: chozas hechas de adobes con cubierta de paja, casas de ladrillo con techos de ramaje 'o de cinc, tiendas de lona. Las construcciones m'as c'omodas eran de madera y desarmables, estando ocupadas por los ingenieros, los capataces y otros empleados. Por encima de todas las viviendas emerg'ia una casa de madera montada sobre pilotes, con una galer'ia exterior ante sus cuatro fachadas: un bengalow desembarcado en Bah'ia Blanca semanas antes por encargo del italiano Pirovani, contratista de las obras del dique.
As'i que empezaba 'a anochecer, las calles de este pueblo improvisado, desiertas durante el d'ia, se poblaban instant'aneamente con la variada muchedumbre de los peones. Los grupos, al volver de los diversos lugares donde hab'ian estado trabajando, se encontraban y se confund'ian, siguiendo la misma direcci'on.
Una casa de madera, que por su tama~no era la 'unica que pod'ia compararse con la del contratista, los iba atrayendo 'a todos. Sobre su puerta hab'ia un r'otulo, hecho en letras caligr'aficas:
Un grupo de parroquianos fieles ocupaba por derecho propio las cercan'ias del mostrador. Unos eran emigrantes de Europa que hab'ian rodado por las tres Am'ericas, desde el Canad'a 'a la Tierra del Fuego. Otros, mestizos 'o blancos, vueltos al estado primitivo despu'es de largos a~nos de existencia en el desierto: hombres de perfil aguile~no, gran barba y luenga cabellera, tocados con amplios chambergos y llevando un cintur'on de cuero adornado con monedas de plata, dentro del cual ocultaban, 'a medias nada m'as, el rev'olver y el cuchillo.
Fuera del boliche – ahora almac'en – , unas en espera de sus maridos para que no bebiesen demasiado, y otras al atisbo de los compa~neros de sus noches, estaban las bellezas m'as notables de la Presa, mestizas de tez de canela y ojos de brasa, con cabelleras duras de color de tinta y dientes de luminosa blancura, unas exageradamente gordas; otras absurdamente flacas, como si acabasen de salir de una poblaci'on sitiada por hambre 'o como si una llama interior devorase sus jugos.
Empezaron 'a brillar luces en las casas, perforando con sus rojas punzadas la gasa violeta del crep'usculo. Celinda y su acompa~nante contemplaban el pueblo y el r'io silenciosamente, como si temieran cortar con sus voces la calma melanc'olica del ocaso.
– V'ayase, se~norita Rojas – dijo 'el de pronto, repeliendo la dulce influencia del ambiente. – Va 'a cerrar la noche y su estancia se halla lejos.
Se resisti'o Celinda 'a reconocer la posibilidad de un peligro para ella. Ni los hombres ni la noche pod'ian inspirarle miedo. Pero al fin se despidi'o de Watson y puso su caballo al galope.
Entr'o Ricardo en la Presa por un descampado que sus habitantes consideraban como la calle principal; aunque en esta poblaci'on reciente, todas las v'ias resultaban principales 'a causa de su enorme amplitud.
El gobierno previsor de Buenos Aires no toleraba que los pueblos surgidos en el desierto tuviesen calles de menos de veinte metros de anchura. !Qui'en pod'ia adivinar si ser'ian alg'un d'ia grandes ciudades!… Y mientras llegaba esto, las viviendas bajas y de un solo piso permanec'ian separadas de las de enfrente por un espacio enorme que barr'ian en l'inea recta los huracanes glaciales 'o entoldaban con su niebla las columnas de polvo. Unas veces el sol hac'ia arder el suelo, levantando ante el paso del transe'unte nubes rumorosas de moscas; otras, los charcos de las rar'isimas lluvias obligaban 'a los habitantes 'a marchar con agua hasta la rodilla para ver al vecino de enfrente.
Seg'un avanzaba Watson entre las dos filas de viviendas, fu'e encontrando 'a los principales personajes del pueblo. Primeramente vi'o al se~nor de Canterac, un franc'es, antiguo capit'an de artiller'ia, que, seg'un afirmaban muchos que se dec'ian amigos suyos, se hab'ia visto obligado 'a marcharse de su patria 'a consecuencia de ciertos asuntos de 'indole privada. Ahora serv'ia como ingeniero al gobierno argentino, en obras remotas y penosas de las que hu'ian sus colegas hijos del pa'is.
Era un hombre de cuarenta a~nos, enjuto de cuerpo, con el pelo y el bigote algo canosos, pero conservando un aspecto juvenil. Ten'ia al andar cierto aire marcial, como si a'un vistiese uniforme, y se preocupaba de la elegancia de su indumento, 'a pesar de que viv'ia en el desierto.
Hab'ia entrado 'a caballo por la llamada calle principal, vistiendo un elegante traje de jinete y cubierta la cabeza con un casco blanco. Al ver 'a Watson ech'o pie 'a tierra para caminar junto 'a 'el, sosteniendo 'a su caballo de las riendas, al mismo tiempo que examinaba unos dibujos del americano.
– ?Y Robledo, cu'ando vuelve? – pregunt'o.
– Creo que llegar'a de un momento 'a otro. Tal vez ha desembarcado hoy en Buenos Aires. Vienen con 'el unos amigos.
El franc'es sigui'o examinando los planos del joven, sin dejar de andar, hasta que llegaron frente 'a la peque~na casa de madera que le serv'ia de alojamiento. All'i entreg'o las riendas con una brusquedad de cuartel 'a su criado mestizo, y antes de meterse en su vivienda dijo 'a Ricardo:
– Creo que s'olo nos faltan seis meses para terminar la primera presa en el r'io, y Robledo y usted podr'an regar inmediatamente una parte de sus tierras.