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La terra de todos / Соблазнительница. Книга для чтения на испанском языке
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Y por las pupilas de Torrebianca, que mostraba 'a veces un temor pueril y 'a continuaci'on una gran energ'ia, pas'o cierto resplandor agresivo al pensar en los peligros 'a que pod'ia verse expuesta la fidelidad de Elena durante las gestiones hechas para salvarle.

– La he prohibido que contin'ue las visitas, aunque sean 'a viejos amigos de su familia. Un hombre de honor no puede tolerar ciertas gestiones cuando se trata de su mujer… Confi'e-monos 'a la suerte, y ocurra lo que Dios quiera. S'olo el cobarde carece de soluci'on cuando llega el momento decisivo.

Robledo, que le hab'ia escuchado sin dar muestras de impaciencia, dijo con voz grave:

– Yo tengo una soluci'on mejor que la tuya, pues te permitir'a vivir… Vente conmigo.

Y lentamente, con una frialdad met'odica, como si estuviera exponiendo un negocio 'o un proyecto de ingenier'ia, le explic'o su plan.

Era absurdo esperar que se arreglasen favorablemente los asuntos embrollados por el suicidio de Fontenoy, y resultaba peligroso seguir viviendo en Par'is.

– Te advierto que adivino lo que piensas hacer ma~nana 'o tal vez esta misma noche, si consideras tu situaci'on sin remedio. Sacar'as tu rev'olver de su escondrijo, tomar'as una pluma y escribir'as dos cartas, poniendo en el sobre de una de ellas:

«Para mi esposa»; y en el sobre de la otra: «Para mi madre». !Tu pobre madre que tanto te quiere, que se ha sacrificado siempre por ti, y 'a cuyos sacrificios corresponder'as y'endote del mundo antes de que ella se marche!…

El tono de acusaci'on con que fueron dichas estas palabras conmovi'o 'a Torrebianca. Se humedecieron sus ojos y baj'o la frente, como avergonzado de una acci'on innoble. Sus labios temblaron, y Robledo crey'o adivinar que murmuraban levemente: «!Pobre mam'a!… !Mam'a m'ia!»

Sobreponi'endose 'a la emoci'on, volvi'o 'a levantar Federico su cabeza.

– ?Crees t'u – dijo – que mi madre se considerar'a m'as feliz vi'endome en la c'arcel?

El espa~nol se encogi'o de hombros.

– No es preciso que vayas 'a la c'arcel para seguir viviendo. Lo que pido es que te dejes conducir por m'i y me obedezcas, sin hacerme perder tiempo.

Despu'es de mirar los peri'odicos que estaban sobre la mesa, a~nadi'o:

– Como creo dificil'isima tu salvaci'on, ma~nana mismo salimos para la Am'erica del Sur. T'u eres ingeniero, y all'a en la Patagonia podr'as trabajar 'a mi lado… ?Aceptas?

Torrebianca permaneci'o impasible, como si no comprendiese esta proposici'on 'o la considerase tan absurda que no merec'ia respuesta. Robledo pareci'o irritarse por su silencio.

– Piensa en los documentos que firmaste para servir 'a Fontenoy, declarando excelentes unos negocios que no hab'ias estudiado.

– No pienso en otra cosa – contest'o Federico – , y por eso considero necesaria mi muerte.

Ya no contuvo su indignaci'on el espa~nol al oir las 'ultimas palabras, y abandonando su asiento, empez'o 'a hablar con voz fuerte.

– Pero yo no quiero que mueras, grand'isimo majadero. Yo te ordeno que sigas viviendo, y debes obedecerme… Imag'inate que soy tu padre… Tu padre no, porque muri'o siendo t'u ni~no… Hazte cuenta que soy tu madre, tu vieja mam'a, 'a la que tanto quieres, y que te dice: «Obedece 'a tu amigo, que es lo mismo que si me obedecieses 'a m'i.»

La vehemencia con que dijo esto volvi'o 'a conmover 'a Torrebianca, hasta el punto de hacerle llevar las manos 'a los ojos. Robledo aprovech'o su emoci'on para decir lo que consideraba m'as importante y dif'icil.

– Yo te sacar'e de aqu'i. Te llevar'e 'a Am'erica, donde puedes encontrar una nueva existencia. Trabajar'as rudamente, pero con m'as nobleza y m'as provecho que en el viejo mundo; sufrir'as muchas penalidades, y tal vez llegues 'a ser rico… Pero para todo eso necesitas venir conmigo… solo.

Se incorpor'o el marqu'es, apartando las manos de su rostro. Luego mir'o 'a su amigo con una extra~neza dolorosa. ?Solo?… ?C'omo se atrev'ia 'a proponerle que abandonase 'a Elena?… Prefer'ia morir, pues de este modo se libraba del sufrimiento de pensar 'a todas horas en la suerte de ella.

Como Robledo estaba irritado, y en tal caso, siempre que alguien se opon'ia 'a sus deseos, era de un car'acter impetuoso, exclam'o ir'onicamente:

– !Tu Elena!… Tu Elena es…

Pero se arrepinti'o al fijarse en el rostro de Federico, procurando justificar su tono agresivo.

– Tu Elena es… la culpable en gran parte de la situaci'on en que ahora te encuentras. Ella te hizo conocer 'a Fontenoy, ?No es as'i?… Por ella firmaste documentos que representan tu deshonra profesional.

Federico baj'o la cabeza; pero el otro todav'ia quiso insistir en su agresividad.

– ?C'omo conoci'o tu mujer 'a Fontenoy?… Me has dicho que era amigo antiguo de su familia… y eso es todo lo que sabes.

A'un se contuvo un momento, pero su c'olera le empuj'o, pudiendo m'as que su prudencia, que le aconsejaba callar.

– Las mujeres conocen siempre nuestra historia, y nosotros s'olo sabemos de ellas lo que quieren contarnos.

El marqu'es hizo un gesto como si se esforzase por comprender el sentido de tales palabras.

– Ignoro lo que quieres decir – dijo con voz sombr'ia – ;

pero piensa que hablas de mi mujer. No olvides que lleva mi nombre. !Y yo la amo tanto!…

Despu'es quedaron los dos en silencio. Seg'un transcurr'ian los minutos parec'ia agrandarse la separaci'on entre ambos. Robledo crey'o conveniente hablar para el restablecimiento de su amistosa cordialidad.

– All'a, la vida es dura, y s'olo se conocen de muy lejos las comodidades de la civilizaci'on. Pero el desierto parece dar un ba~no de energ'ia, que purifica y transforma 'a los hombres fugitivos del viejo mundo, prepar'andolos para una nueva existencia. Encontrar'as en aquel pa'is n'aufragos de todas las cat'astrofes, que han llegado lo mismo que los que se salvan nadando, hasta poner el pie en una isla bienaventurada. Todas las diferencias de nacionalidad, de casta y de nacimiento desaparecen. All'a s'olo hay hombres. La tierra donde yo vivo es… la tierra de todos.

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