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La terra de todos / Соблазнительница. Книга для чтения на испанском языке
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Galop'o por la orilla del r'io, junto 'a los a~nosos sauces que encorvaban sus cabelleras sobre el deslizamiento de la corriente veloz. Este camino l'iquido, siempre solitario, que ven'ia de los ventisqueros de los Andes junto al Pac'ifico, para derramarse en el Atl'antico, hab'ia recibido su nombre, seg'un algunos, 'a causa de las plantas obscuras que cubren su lecho, dando un color verdinegro 'a las aguas hijas de las nieves.

El milenario rodar de su curso hab'ia ido cortando la meseta con una profunda hondonada de una legua 'o dos de anchura. El r'io corr'ia por esta profundidad entre dos aceras formadas con los aportes de su l'egamo durante las grandes inundaciones. Estas dos orillas desiguales eran de tierra f'ertil y suelta, pr'odiga para el cultivo all'i donde recib'ia la humedad de las aguas inmediatas. M'as lejos se levantaba el suelo, formando el acantilado amarillento de dos murallas sinuosas que se miraban frente 'a frente. La de la izquierda era el 'ultimo l'imite de la Pampa. En la orilla opuesta empezaba la meseta patag'onica, de fr'ios glaciales, calores asfixiantes, huracanes crueles y 'aspera vegetaci'on, que s'olo permite alimentarse 'a los reba~nos cuando disponen de extensiones enormes.

Toda la vida del pa'is estaba reconcentrada en la ancha hendidura abierta por las aguas que forma la l'inea fronteriza entre la Pampa y la Patagonia. Las dos cintas de terreno de sus orillas representaban miles de kil'ometros de suelo f'ertil aportado por el r'io en su viaje de los Andes al mar. En una secci'on de este barranco inmenso era donde trabajaban los hombres para elevar el nivel de las aguas unos cuantos metros, fecundando los campos pr'oximos.

Celinda daba gritos para excitar al caballo, como si necesitase comunicarle su alegr'ia. Iba al encuentro de lo que m'as le interesaba en todo el pa'is. Al seguir una revuelta del r'io se abri'o la superficie de 'este ante sus ojos, formando una laguna tranquila y desierta. En 'ultimo t'ermino, donde se estrechaban sus orillas aprisionando y alborotando las aguas, vi'o los f'erreos perfiles de varias m'aquinas elevadoras, as'i como las techumbres de cinc 'o de paja de una poblaci'on. Era el antiguo campamento de la Presa, que se transformaba r'apidamente en un pueblo. Todas sus construcciones parec'ian aplastadas sobre el suelo, sin una torrecilla, sin un doble piso que animase su platitud mon'otona.

Como la curiosidad de la joven no llegaba hasta el pueblo, refren'o la velocidad de su caballo y march'o al paso hacia unos grupos de hombres que trabajaban lejos del r'io, casi en el sitio donde empezaba 'a remontarse la llanura, iniciando la ladera de la altiplanicie correspondiente 'a la Pampa.

Estos peones, unos de origen europeo, otros mestizos, remov'ian y amontonaban la tierra, abriendo peque~nos canales para la irrigaci'on. Dos m'aquinas, acompa~nadas por el mugido de sus motores, excavaban igualmente el suelo para facilitar el trabajo humano.

Mir'o Celinda en torno 'a ella con ojos de exploradora, y volviendo su espalda 'a las cuadrillas de trabajadores, se dirigi'o hacia un hombre aislado en una peque~na altura. Este hombre ocupaba un catrecillo de lona ante una mesa plegadiza. Iba vestido con traje de campo y botas altas. Ten'ia un gran sombrero ca'ido 'a sus pies y apoyaba la frente en una mano, estudiando los papeles puestos sobre la mesilla.

Era un joven rubio, de ojos claros. Su cabeza hac'ia recordar las de los atletas griegos tales como las ha eternizado la escultura, tipo que reaparece con una frecuencia inexplicable en las razas n'ordicas de Europa: la nariz recta, la cabellera de cortos rizos invadiendo la frente baja y ancha, el cuello vigoroso. Se hallaba tan ensimismado en el estudio de sus papeles, que no vi'o llegar 'a Flor de R'io Negro.

Esta hab'ia desmontado sin abandonar su lazo. Con la astucia y la ligereza de un indio empez'o 'a marchar 'a gatas por la suave pendiente, sin que el m'as leve ruido denunciase su avance. A pocos metros de aquel hombre se incorpor'o, riendo en silencio de su travesura, mientras hac'ia dar vueltas al lazo con vigorosa rotaci'on, dej'andolo escapar al fin. El c'irculo terminal de la cuerda cay'o sobre el joven, estrech'andose hasta sujetarlo por mitad de sus brazos, y un ligero tir'on le hizo vacilar en su asiento.

Mir'o enfurecido en torno 'e hizo un adem'an para defender-se; pero su c'olera se troc'o en risue~na sorpresa al mismo tiempo que llegaba 'a sus o'idos una carcajada fresca 'e insolente.

Vi'o 'a Celinda que celebraba su broma tirando del lazo; y para no ser derribado, tuvo que marchar hacia la amazona. 'Esta, al tenerle junto 'a ella, dijo con tono de excusa:

– Como no nos vemos hace tanto tiempo, he venido para capturarle. As'i no se me escapar'a m'as.

El joven hizo gestos de asombro y contest'o con una voz lenta y algo torpe, que estropeaba las s'ilabas, d'andolas una pronunciaci'on extranjera:

– !Tanto tiempo!… ?No nos hemos visto esta ma~nana?

Ella remed'o su acento al repetir sus palabras:

– !Tanto tiempo!… Y aunque as'i sea, gringo desagradecido, ?le parece 'a usted poca cosa no haberse visto desde esta ma~nana?

Los dos rieron con un regocijo infantil.

Hab'ian retrocedido hasta donde aguardaba el caballo, y Celinda se apresur'o 'a montar en 'el, como si se considerase humillada y desarmada permaneciendo 'a pie. Adem'as,

«el gringo», 'a pesar de su alta estatura, quedaba de este modo con la cabeza al nivel de su talle, lo que proporcionaba 'a Flor de R'io Negro la superioridad de poder mirarlo de arriba abajo.

Como a'un ten'ia el extranjero el c'irculo de cuerda alrededor de su busto, Celinda quiso libertarle de tal opresi'on.

– Oiga, don Ricardo; ya estoy cansada de que sea mi esclavo. Voy 'a dejarle libre, para que trabaje un poquito.

Y sac'o el lazo por encima de sus hombros; pero al ver que el joven permanec'ia inm'ovil, como si en su presencia perdiese toda iniciativa, le present'o la mano derecha con una majestad c'omica:

– Bese usted, mister Watson, y no sea mal educado. Aqu'i en el desierto va usted perdiendo las buenas maneras que aprendi'o en su Universidad de California.

Ri'o 'el ingeniero del tono solemne de la muchacha y acab'o por besar su mano. Pero la miraba con la bondad protectora de las personas mayores que se complacen celebrando las malicias de una ni~na traviesa, y esto pareci'o contrariar 'a la hija de Rojas.

– Acabar'e por re~nir con usted. Se empe~na en tratarme como una muchachita, cuando soy la primera dama del pa'is, la princesa do~na Flor de R'io Negro.

Continuaba Watson sus risas, y esta insistencia venci'o finalmente la fingida gravedad de la joven. Los dos unieron sus carcajadas; pero la se~norita Rojas mostr'o 'a continuaci'on un inter'es maternal, que le hizo enterarse minuciosamente de la vida que llevaba su amigo.

– Trabaja usted demasiado, y yo no quiero que se canse, ?sabe, gringuito?… Es mucho quehacer para un hombre solo. ?Cu'ando viene su amigo Robledo?… De seguro que estar'a divirti'endose all'a en Par'is.

Watson habl'o tambi'en con seriedad al oir el nombre de su asociado. Estaba ya de regreso y llegar'ia de un momento 'a otro. En cuanto 'a su trabajo, no lo consideraba anonadador. 'El hab'ia hecho cosas m'as dif'iciles y penosas en otras tierras. Mientras los ingenieros del gobierno no terminasen el dique, lo que trabajaban Robledo y 'el era 'unicamente para ganar tiempo, pues los canales de nada pod'ian servir sin el agua del r'io.

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