La terra de todos / Соблазнительница. Книга для чтения на испанском языке
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Un viejo con melenas de un blanco sucio y gran chambergo, que ten'ia aspecto de poeta tal como se lo imagina el vulgo, se despoj'o de un gabancito veraniego y dos bufandas de lana arrolladas 'a su cuerpo para suplir la falta de abrigo. Retir'o la pipa de su boca, golpeando con ella la suela de uno de sus zapatos, y la meti'o luego en un bolsillo del gab'an, recomendando 'a los criados que lo guardasen cuidadosamente, como si fuese prenda de gran valor.
El abrigo de pieles que llevaba Robledo atrajo el respeto de los dos servidores. Uno de ellos le ayud'o 'a despojarse de 'el, conserv'andolo sobre sus brazos.
– Puede usted admirarlo; le doy permiso – dijo el ingeniero. – Lo compr'e hace pocos d'ias. Una rica pieza, ?eh?…
Pero el criado, sin hacer caso de su tono burl'on, contest'o:
– Lo pondr'e aparte. Temo que 'a la salida se equivoque alguno y se lo lleve, dejando el suyo al se~nor.
Y gui~n'o un ojo, se~nalando al mismo tiempo los gabanes de aspecto lamentable amontonados en la antesala.
La noble poetisa mostr'o un entusiasmo ruidoso al verle en sus salones. Apartando 'a los otros invitados, sali'o 'a su encuentro y le estrech'o ambas manos 'a la vez. Luego, apoyada en su brazo, lo fu'e llevando entre los grupos para hacer la presentaci'on. Le acariciaba con los ojos, como si fuese el principal atractivo de su fiesta; parec'ia sentir orgullo al mostrarlo 'a sus amigas. Con raz'on el d'ia anterior le hab'ia dicho, burl'andose, Elena:
Expresaba la poetisa su entusiasmo con una avalancha de palabras al hacer la presentaci'on del ingeniero.
– Un h'eroe; un superhombre del desierto, que all'a en las pampas de la Argentina ha matado leones, tigres y elefantes.
Robledo puso cara de espanto al oir tales disparates, pero la condesa no estaba para reparar en escr'upulos geogr'aficos.
– Cuando me haya contado todas sus haza~nas – continu'o – , escribir'e un poema 'epico, de car'acter moderno, relatando en verso las aventuras de su vida. A m'i, los hombres s'olo me interesan cuando son h'eroes…
Y otra vez Robledo puso cara de asombro.
Como la condesa no ve'ia ya cerca de ella m'as invitados 'a quienes presentar su h'eroe, lo condujo 'a un gabinete completamente solitario, sin duda 'a causa de los olores que 'a trav'es de un cortinaje llegaban de la cocina, demasiado pr'oxima.
Ocup'o un sill'on amplio como un trono, 'e invit'o 'a sentarse 'a Robledo. Pero cuando 'este buscaba una silla, la Titonius le indic'o un taburete junto 'a sus pies.
– As'i lograremos que sea mayor nuestra intimidad. Parecer'a usted un paje antiguo prosternado ante su dama.
No pod'ia ocultar Robledo el asombro que le causaban estas palabras, pero acab'o por colocarse tal como ella quer'ia, aunque el asiento le resultase molesto, 'a causa de su corpulencia.
Copiaba la Titonius los gestos pueriles y el habla ceceante de su amiga; pero estas imitaciones infantiles resultaban en ella extremadamente grotescas.
– Ahora que estamos solos – dijo – , espero que hablar'a usted con m'as libertad, y vuelvo 'a hacerle la misma pregunta del otro d'ia: ?Qu'e opina usted del amor?
Qued'o sorprendido Robledo, y al final balbuce'o:
– !Oh, el amor!… Es una enfermedad… eso es: una enfermedad de la que vienen ocup'andose las gentes hace miles de a~nos, sin saber en qu'e consiste.
La condesa se hab'ia aproximado mucho 'a 'el, 'a causa de su miop'ia, prescindiendo del auxilio de unos impertinentes de concha que guardaba en su diestra. Inclin'andose sobre el emballenado hemisferio de su vientre, casi juntaba su cara con la del hombre sentado 'a sus pies.
– ?Y cree usted – prosigui'o – que un alma superior y mal comprendida, como la m'ia, podr'a encontrar alguna vez el alma hermana que le complete?…
Robledo, que hab'ia recobrado su tranquilidad, dijo gravemente:
– Estoy seguro de ello… Pero todav'ia es usted joven y tiene tiempo para esperar.
Tal fu'e su arrobamiento al oir esta respuesta, que acab'o por acariciar el rostro de su acompa~nante con los lentes que ten'ia en una mano.
– !Oh, la galanter'ia espa~nola!… Pero separ'emonos; guar-demos nuestro secreto ante un mundo que no puede comprendernos. Leo en sus ojos el deseo ardiente… !cont'engase ahora! Yo procurar'e que nuestras almas vuelvan 'a encontrarse con m'as intimidad. En este momento es imposible… Los deberes sociales… las obligaciones de una due~na de casa…
Y despu'es de levantarse del sill'on-trono con toda la pesadez de su volumen, se alej'o imitando la ligereza de una ni~na, no sin enviar antes 'a Robledo un beso mudo con la punta de sus lentes.
Desconcertado por esta agresividad pasional, y ofendido al mismo tiempo porque cre'ia verse en una situaci'on grotesca, el ingeniero abandon'o igualmente el solitario gabinete.
Al volver 'a los salones iba tan ofuscado, que casi derrib'o 'a un se~nor de reducida estatura, y 'este, 'a pesar del golpe recibido, hizo una reverencia murmurando excusas. Le vi'o despu'es yendo de un lado 'a otro, t'imido y humilde, vigilando 'a los servidores con unos ojos que parec'ian pedirles perd'on, y cuid'andose de volver 'a su sitio los muebles puestos en desorden por los invitados. Apenas le hablaba alguien, se apresuraba 'a contestar con grandes muestras de respeto, huyendo inmediatamente.
La Titonius ten'ia en torno 'a ella un c'irculo de hombres, que eran en su mayor parte los j'ovenes de aspecto «artista» vistos por Robledo en la antesala. Muchas se~noras se burlaban francamente de la condesa, partiendo de sus grupos ir'onicas miradas hacia su persona. El viejo que hab'ia dejado sus bufandas y su pipa en el guardarropa di'o varias palmadas, sise'o para imponer silencio, y dijo luego con solemnidad:
– La asistencia reclama que nuestra bella musa recite algunos de sus versos incomparables.
Muchos aplaudieron, apoyando esta petici'on con gritos de entusiasmo. Pero la masa se mostr'o displicente y empez'o 'a moverse en su asiento haciendo signos negativos. Al mismo tiempo dijo con voz d'ebil, como si acabase de sentir una repentina enfermedad:
– No puedo, amigos m'ios… Esta noche me es imposible… Otro d'ia, tal vez…
Volvi'o 'a insistir el grupo de admiradores, y la condesa repiti'o sus protestas con un desaliento cada vez m'as doloroso, como si fuese 'a morir.
Al fin, los invitados la dejaron en paz, para ocuparse en cosas m'as de su gusto. Los grupos volvieron sus espaldas 'a la poetisa, olvid'andola. Un m'usico joven, afeitado y con largas guedejas, que pretend'ia imitar la fealdad «genial» de algunos compositores c'elebres, se sent'o al piano 'e hizo correr sus dedos sobre las teclas. Dos muchachas acudieron con aire suplicante, poniendo sus manos sobre las del pianista. Oir'ian despu'es con mucho gusto sus obras sublimes; pero por el momento deb'ia mostrarse bondadoso y al nivel del vulgo, tocando algo para bailar. Se contentaban con un vals, si es que sus convicciones art'isticas le imped'ian descender hasta las danzas americanas.